Por Navidad, a las construcciones propias de las ciudades, se les unen otras como los árboles de grandes dimensiones, las coloridas luces o las pistas de hielo ex profeso. Por ejemplo, París dedica una gran parte de su innovación tecnológica a adornar algunos edificios de su patrimonio. Así, la avenida de los Campos Elíseos se llena de luminarias de diseño y, enfrente de la catedral de Notre Dame, se coloca un extraordinario árbol. Los fuegos artificiales sobre el río Sena terminan de completar el espectáculo navideño. De este modo, resplandece aún más si cabe la personal arquitectura esencialmente neoclásica producto del plan urbanístico de 1852 del barón Haussmann.
En contraposición, los palacios y jardines barrocos vieneses, como el de Shönbrunn o el de Hofburg, se llenan de lucen que simulan velas, ángeles o trineos. Por su parte, en Moscú, edificios tan singulares de obra pública como el Kremlin, la residencia oficial del presidente, se inundan de luz tanto interna como externa pues en la explanada de esta antigua fortaleza también llega el espíritu de la Navidad en forma de árbol tras el receso estalinista. De hecho, esta época del año constituye un período perfecto para disfrutar de su arquitectura renacentista o barroca y su manto blanco cuasi perenne.
Pero, entre los clásicos de Navidad, se encuentra Nueva York. Allí, un equipo profesional se encarga de engalanar con luces blancas y azules los principales jardines y plazas. En algunas, en concreto, como el Rockefeller Center, se levantan pistas de hielo para deleitar a los más pequeños. Esta singularidad, junto con el ingente árbol de Navidad que se coloca allí todos los años, recalca la idea primigenia con la que se creó el complejo: “una ciudad dentro de otra ciudad”, con claras reminiscencias de art decó.
En consecuencia, esta época del año constituye una excelente oportunidad para descubrir la arquitectura de un gran número de ciudades.